Hay días que son grises porque se despiertan así: lluvia, frío, viento, son compañeros durante horas.
Si a ese día se le añade tener que despedir a alguien de tu sangre, el gris es más profundo. Se impregna de todo lo que eres y envuelve los recuerdos con esa tonalidad tan melancólica.
Hace pocos días tuve que vivir uno de esos días grises...con despedida.
De pronto, mi niñez se hizo cargo de mí. Volví a días de verano largos como el camino que te lleva a un bosque mágico.
Lo despedí, a ese ser eternamente bueno. Mi cuerpo me pedía hacer un homenaje íntimo. Mi retina guiaría los encuadres que serían perfectos para ello. Sola, y con ese día gris a mis espaldas, anduve y encontré lo que quería.
La familia, como la naturaleza, forma parte de todo humano. Las raíces de ambos nos sujetan. Los frutos nacen, crecen, maduran y también mueren. Hojas caídas, ramas que ahuyentan seres misteriosos, flores que ya no tienen vida, troncos que permiten que no desfallezcas, nuevos brotes que perpetuarán la savia y la sangre...
Quise, así, liberar mi llanto interior. No me salían las lágrimas e intenté que saliera mi amor de la mejor manera que sé, haciendo fotografías. Pero unas que me recordaran que la familia, como la naturaleza, están ahí contigo.
Cargué una de las cámaras analógicas con un carrete en blanco y negro y quise dar al gris otra tonalidad. Las revelé en casa con un amor infinito.
Deciros que la primera fotografía que veis y que no es igual que las demás fue la primera que hice. Cuando me monté en el coche al salir del tanatorio y divisé las columnas de humo.
La última, es un autorretrato.
Poco que deciros más...